
1. La esencia del fruto del Espíritu – Amor, Gozo, Paz
En Gálatas 5:22-23 encontramos la lista de los nueve frutos del Espíritu que tan bien conocemos. El apóstol Pablo menciona amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio, declarando además: “Contra tales cosas no hay ley”. Estos son los frutos que deben manifestarse en los creyentes que viven en el Espíritu, virtudes estrechamente conectadas entre sí. Pablo menciona en primer lugar el “amor” y, de la misma manera, el pastor David Jang recalca a menudo que este amor es la virtud clave que integra y guía las otras ocho. A lo largo de la historia de la salvación que recorre toda la Escritura, el fruto del Espíritu muestra claramente que, en definitiva, se trata de “la concretización del amor de Dios en nosotros”. Partiendo de este amor, hemos de comprender la vida de gracia que conduce al gozo y a la paz.
El primer fruto que menciona Pablo en Gálatas 5:22 es el amor. Aunque la palabra “amor” también se usa mucho en el mundo secular, la Biblia revela que el amor cristiano es de una dimensión muy distinta. El mundo habla sin cesar de “amor”, pero frecuentemente está teñido de deseos humanos o de meras emociones pasajeras. El amor que describe la Biblia es el “amor ágape” que Dios nos mostró a través de Cristo: un amor que se da sin condiciones y que se ve con mayor claridad en la cruz de Jesucristo, quien se sacrificó por nosotros, pecadores. Romanos 5 afirma: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. El pastor David Jang cita este pasaje con frecuencia para recalcar que el amor de Dios, imposible de medir para el ser humano, constituye el corazón del Evangelio. Por ello, el primer fruto que debemos dar en el Espíritu es el “amor”.
¿Por qué podemos decir que el amor es el fruto más importante y que, a la vez, engloba todos los demás? En 1 Corintios 13 se explica de manera hermosa y clara la supremacía del amor. Pablo dice: “Si no tengo amor, nada soy”. Aunque poseamos dones y conocimientos, o una gran capacidad, sin amor todo es en vano. El amor nunca deja de ser y, cuando llega a plenitud, nos capacita para conocer a Dios plenamente. Aquí, el concepto hebreo de “conocer” (yada) está íntimamente ligado al de “amar”; un ejemplo es la expresión veterotestamentaria “fulano conoció a su mujer”, que no se refiere a un mero saber intelectual, sino a la intimidad amorosa. Cuando Jesús pregunta a Pedro: “¿Me amas?”, y él responde: “Tú lo sabes”, ambas expresiones—amar y conocer—quedan vinculadas en un mismo núcleo. El Señor conoce (ama) a los suyos, y porque Él nos ama primero, también nosotros podemos conocerlo (amarlo).
En este sentido, el pastor David Jang destaca que el amor cristiano no surge de la voluntad humana, sino de que Dios nos amó primero, y en ese amor aprendemos a amar. Únicamente partiendo de la confesión “Dios me conoció y me amó primero” puede echar raíces en nosotros el amor auténtico como fruto del Espíritu. Con este amor, se despliegan también el gozo y la paz que menciona Pablo. El amor nunca es aislado: del amor mana el gozo, y ese gozo se expande a los que nos rodean, produciendo paz.
El segundo fruto es el gozo, que es como la otra cara de la moneda del amor. Quien es amado se regocija, y quien ama también experimenta gozo. El ser humano, creado a imagen de Dios, halla su alegría más profunda en el verdadero amor. No se trata de un placer mundano, sino de un gozo genuinamente espiritual. Tal como dijo Jesús en Juan 15:11: “Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea completo”. El gozo que experimenta quien permanece en el amor de Dios no es una mera emoción, sino que es “el gozo del Señor” llenando nuestro interior. Cuando amamos, brota el gozo; y ese gozo engendra un amor aún mayor. El pastor David Jang explica que, cuando la Iglesia experimenta la verdadera unidad en el Espíritu, la alegría surge de manera natural en la comunidad y se convierte en una vivencia espiritual que el mundo no puede ofrecer. A través de ese gozo, la gente testimonia la presencia viva del Señor en medio de la Iglesia.
El tercer fruto, la paz, es lo que solemos llamar “paz”. Pero tal como Jesús afirmó en Juan 14:27: “La paz que yo os doy, no es como la que el mundo da”. Esta paz no se basa en condiciones externas; no se limita a la ausencia de guerra ni a la estabilidad que brinda la comodidad material. La paz como fruto del Espíritu es “la serenidad interior que proviene de experimentar la gracia de Dios”. Pablo, al inicio de sus cartas, solía saludar diciendo: “Gracia y paz sean con vosotros”. Hay aquí un orden: primero viene la gracia, y al apropiarnos de esa gracia, llega la paz al corazón. Nace del maravilloso regalo de la salvación inmerecida, que nos libera de la culpabilidad y la condenación, permitiéndonos vivir en una relación de libertad con Dios. El pastor David Jang insiste también en varias predicaciones que, cuando en la comunidad eclesial nos acogemos mutuamente en la gracia, la paz se asienta profundamente y la gente experimenta el poder del Reino de Dios.
Donde reina la paz, se genera una actitud de amplitud de corazón. Un pasaje representativo es 2 Corintios 6:11-13, donde Pablo exhorta: “ensanchad también vosotros vuestro corazón”. Cuando nos aferramos a un punto de vista legalista y nos volvemos críticos o soberbios, nuestro corazón se restringe. En cambio, quienes han experimentado la gracia de la cruz pueden ensanchar su corazón, pues su salvación no depende de sus actos, sino enteramente del mérito de Cristo. Al haber recibido y crecido por gracia, podemos acoger la debilidad ajena. Mientras los legalistas viven en la “exasperación” y la “crítica”, los que viven por gracia manifiestan “amplitud de corazón” y “paz”. Así debería lucir el fruto del Espíritu en una comunidad cristiana. En la base está el amor, de donde brota el gozo, y con la plenitud de la gracia llega la paz. Como consecuencia, la comunidad se convierte en un lugar donde las faltas de unos y otros se cubren y todos se edifican. Ese es el aspecto genuino de la Iglesia.
La Iglesia de Galacia se vio sacudida por la irrupción de maestros legalistas, que pretendían distorsionar el fundamento del Evangelio de la salvación por la fe. Insistían en que la observancia de la Ley era indispensable para ser justificado, lo cual trajo división y conflicto en la comunidad. Ante esta situación, Pablo recalca en la carta: “Somos salvos por gracia, no por obras, sino por la cruz de Cristo”. Por tanto, la Iglesia ha de rebosar amor, gozo y paz, pero el legalismo oprime y provoca divisiones. Por eso, Pablo insta con firmeza: “Mostrad el fruto del Espíritu. Vivid según el espíritu del Evangelio, no bajo la Ley”. El pastor David Jang coincide en que las divisiones eclesiales y los conflictos entre hermanos surgen, en última instancia, de olvidar la gracia y adoptar actitudes legalistas. La principal lección de Gálatas es que, “cuando en el Espíritu damos fruto comenzando en el amor, experimentamos la paz verdadera en la comunidad de la Iglesia”.
De esta manera, la Biblia insiste sin cesar en la importancia fundamental del amor, el gozo y la paz en el fruto del Espíritu. Cuando amamos, emerge el gozo; al rebosar ese gozo, comprendemos la inmensidad de la gracia que hemos recibido, y el corazón halla la paz. Este es el maravilloso dinamismo del Espíritu que Pablo describe como algo “contra lo cual no hay ley”. Cuanto más profundo sea el amor en la comunidad cristiana, más inagotables serán el gozo y la paz que se derivan de él. La meta de la vida cristiana es que estos frutos del Espíritu broten de manera natural. Pero aún hay más: Pablo menciona enseguida la paciencia, la benignidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio propio, llamando la atención sobre la necesidad de que el fruto del Espíritu se revele en nuestros actos concretos.
Subtema 2: La práctica del amor – Paciencia, Misericordia, Bondad, Fidelidad, Mansedumbre, Dominio Propio
Si el amor, el gozo y la paz constituyen la base del fruto del Espíritu, las virtudes de la paciencia, la misericordia, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio propio muestran cómo ese amor se plasma y se desarrolla en la vida cotidiana. El amor no es un concepto abstracto, sino que se convierte en fruto únicamente cuando se pone en práctica. Pablo recalca que estos frutos son consecuencia natural de “andar en el Espíritu” quienes “viven en el Espíritu”. El pastor David Jang predica a menudo que no basta con tener la doctrina o la comprensión correcta de la Palabra, sino que esta debe hacerse vida para que alcancemos la madurez como “hombres y mujeres del Espíritu”.
En primer lugar, la paciencia. Puede traducirse también como “longanimidad” o “resistencia”. En la Biblia, esta paciencia no se refiere a aguantar el sufrimiento de forma pasiva, sino a una actitud activa de soportar por amor. Sin amor, uno se rinde fácilmente o se llena de ira y frustración. Pero con amor, brotan la compasión y la gracia hacia el otro, y ello nos capacita para tener paciencia prolongada. Pablo exhorta en Efesios 4:2: “Con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor”. Así, la paciencia es otra manifestación del amor. Si el amor de Dios nos ha sido dado, podemos mantenernos firmes incluso en medio de la injusticia o el dolor, confiando en el “tiempo del Señor”. Así es la vida de fe y de amor.
Cuando la paciencia echa raíces en nosotros, surge la misericordia. Nadie puede dar misericordia si no la ha recibido antes. La misericordia consiste, esencialmente, en compadecerse del prójimo y desear ayudarle. Jesús ejemplificó la misericordia a lo largo de toda su vida. Se acercó a pecadores, recaudadores de impuestos y prostitutas, enfermos y discapacitados, gente marginada por la sociedad. Comió con ellos y alivió sus sufrimientos. Y, yendo mucho más allá, manifestó la misericordia definitiva al asumir en la cruz el pecado de toda la humanidad. Por eso, el cristiano, tras haber recibido tal misericordia, ha de derramarla sobre el mundo. El pastor David Jang subraya que, cuando la Iglesia deja de practicar la misericordia, el mundo la critica y la reprende con razón. Antes de predicar con palabras, debemos mostrar una actitud misericordiosa al servicio del prójimo. Esto es posible no por nuestra capacidad humana, sino porque el Espíritu produce en nosotros este fruto.
La misericordia, al expresarse de forma activa, conduce a la “bondad”. En la Biblia, “hacer el bien” no se limita a simples actos de bondad, sino que significa “hacer aquello que agrada a Dios”. Intentar lograrlo con nuestras fuerzas frecuentemente termina en fracaso. Pero cuando el Espíritu obra en nosotros, nos concede un corazón bueno que se traduce en acciones rectas. Santiago 2:26 insiste: “La fe sin obras está muerta”, recalcando la importancia de las buenas obras. Asimismo, Gálatas 6:9 exhorta: “No nos cansemos de hacer el bien, porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos”. Tanto en la comunidad eclesial como en el mundo, la “bondad” como fruto del Espíritu conmueve profundamente los corazones, precisamente porque procede de Dios. Al referirse a la responsabilidad social de la Iglesia, el pastor David Jang considera la “bondad” un criterio esencial. Cuando el cristiano practica el bien en su lugar cotidiano, se revela el gobierno del Reino de Dios en la realidad presente.
El siguiente fruto es la fidelidad. A menudo, al oír “fidelidad” pensamos en la lealtad a una organización o en un sentido casi militar de obediencia. Pero, en la Biblia, ser fiel implica sinceridad ante Dios y responsabilidad ante los demás. Ser fiel a Dios significa confiarle todo al Señor, dedicar nuestra vida a la obra de su Reino y mantener una fe inquebrantable. Al mismo tiempo, la fidelidad se extiende a nuestras relaciones interpersonales: es ser alguien digno de confianza. En la parábola de los talentos, el siervo “bueno y fiel” administra con diligencia lo que su amo le había confiado, y recibe la invitación de entrar en el gozo de su señor. La fidelidad, por una parte, describe la entrega sincera a Dios; por otra, el compromiso responsable con la comunidad y con el prójimo. El pastor David Jang enseña que, cuando los miembros de una Iglesia se sirven unos a otros con un corazón fiel, la Iglesia se consolida y, al desempeñar bien los ministerios, el mundo ve y respeta a la Iglesia. Como fruto del Espíritu, la fidelidad tiene límites cuando se apoya en puro esfuerzo humano; pero se vuelve posible cuando, “muero yo y vive Cristo en mí” por la acción del Espíritu.
La séptima virtud, la mansedumbre, simboliza la madurez espiritual. Del mismo modo que la espiga del cereal se inclina al madurar, la persona que ha alcanzado madurez en Dios se caracteriza por la humildad y la consideración hacia los demás. La persona mansa no se apresura a juzgar o condenar, sino que intenta acoger y comprender. Jesús afirmó: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11:29). Con ello describe su propio carácter. No desplegó de manera ostentosa su poder ni oprimió a la gente. Al contrario, compartió mesa con los pecadores y oró para que se perdonara a quienes lo crucificaron. Ese es el culmen de la mansedumbre. Humanamente parece imposible amar a los enemigos, pero, bajo la guía del Espíritu y al comprender el amor de la cruz de Jesús, uno aprende a compadecerse incluso de sus enemigos y a acogerlos. Según el pastor David Jang, la mansedumbre encierra una fuerza que salva almas. No es la imposición o la violencia, sino el amor que abraza, el que abre caminos de vida. Esa clase de corazón no se puede imitar con la pericia o el conocimiento humano; solo se obtiene como fruto precioso del Espíritu.
Finalmente, el noveno fruto es el dominio propio, “self-control”. Se refiere a la capacidad de gobernar el propio ser. La Biblia enseña repetidamente que la naturaleza humana está inclinada al pecado. Por ello, tendemos a seguir los deseos de la carne, a ser presas fáciles de la envidia, la ira o la maledicencia. Sin embargo, quien tiene al Espíritu morando en su interior, aprende a refrenarse. El dominio propio se aplica a los hábitos de comer y beber, a las palabras y actos, e incluso al área sexual. Y es un requisito indispensable para la verdadera libertad. La conducta desenfrenada no es libertad, sino otra forma de esclavitud. Allí donde hay dominio propio, florece la libertad genuina. Cuando Pablo dice: “Todas las cosas me son lícitas, pero no todas convienen. Todas me son lícitas, pero yo no me dejaré dominar por ninguna” (1 Co 6:12), está remarcando este principio. El pastor David Jang describe el dominio propio como “obediencia voluntaria”. Quien vive gozosa y obedientemente en el Espíritu puede regir sus impulsos con alegría.
Todos estos frutos que se inician en el amor transforman por completo nuestro carácter y forma de vida. Gálatas 5:23 concluye: “Contra tales cosas no hay ley”. Podemos interpretarlo como que no hay institución o norma humana capaz de prohibir o detener estas virtudes. El amor, el gozo, la paz, la paciencia, la misericordia, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio propio son valores universales que nadie puede rechazar. La vida del auténtico cristiano se expresa a través de estos rasgos. Sin embargo, como somos débiles, con frecuencia fallamos y tropezamos. Por eso, en Gálatas 5:25-26, Pablo advierte: “Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu. No nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros”. Dicho de otro modo, “Vivid conforme al Espíritu. Y en la vida práctica, seguid su dirección”. De lo contrario, cedemos a la soberbia y a la vanidad, que nos conducen a la envidia y a la discordia.
En este punto conviene volver a examinar el origen del pecado humano descrito en Génesis. El pecado de Adán fue la soberbia: quiso ser como Dios, el Infinito. Ese deseo de elevarse dio inicio al pecado. Luego, Caín, por envidia hacia su hermano, cometió homicidio. Así, en Adán vemos el pecado vertical, la arrogancia ante Dios; en Caín, el pecado horizontal, la envidia contra el hermano. El pastor David Jang advierte que, cuando en la Iglesia surge la envidia, sobreviene inevitablemente la división. Si el orgullo humano se infiltra, surge un sentimiento de superioridad—“Yo cumplo mejor la Ley que tú”—y se condena a quien no cumple el mismo estándar, destruyendo así la comunión. Pablo insta en Gálatas 5:26: “No nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros”, para prevenir la fractura de la comunidad. Porque el hombre del Espíritu, en definitiva, opta por el “amor”.
Hablando del amor, debemos superar el legalismo y no perder de vista el corazón del Evangelio. Un buen ejemplo es la manera en que Jesús trató a la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8). Según la Ley, debían apedrearla. Pero Jesús respondió: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra”, dejando al descubierto el pecado oculto de los legalistas y, en última instancia, ofreciéndole perdón a la mujer con la exhortación: “Vete y no peques más”. Esto no significa ignorar la Ley, sino mostrar un amor y un perdón superiores a la Ley. Así es el amor: escoge expiar en vez de condenar. Como cristianos, somos perdonados y hemos de ser también quienes perdonan. En Mateo 18, la parábola del siervo que debía diez mil talentos ilustra la insensatez de quien no perdona: habiendo sido perdonado de una deuda enorme, no fue capaz de perdonar a quien le debía una cantidad mucho menor. Como Dios nos ha cancelado una deuda inmensa, estamos obligados a perdonar a nuestros hermanos.
El pastor David Jang denomina este espíritu del Evangelio “el espíritu de la cruz”. Dicho espíritu consiste en no acusar al prójimo, sino más bien en asumir y sobrellevar sus faltas para abrazarlo. Jesús cargó con nuestros pecados en la cruz, pagando el precio para librarnos de la culpa y la muerte. Siguiendo a Cristo, debemos evitar juzgar severamente la debilidad del hermano; más bien, llevar su carga y ayudarle a recuperarse. Esa es la forma de vida a la que nos impulsa el fruto del Espíritu. El amor, por tanto, debe practicarse, expresándose en la paciencia, la misericordia, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio propio en la vida diaria. A lo largo de este proceso, la Iglesia manifiesta el poder del Evangelio y cumple su función de sal y luz en el mundo.
2. La vida de llevar las cargas los unos de los otros y la ley de Cristo – Más allá del orgullo y la envidia
Al pasar a Gálatas 6, Pablo expone con más énfasis la dimensión práctica y ética. La palabra “ética” responde a la pregunta: “¿Cómo debemos vivir?”. Al concluir la epístola, Pablo explica de forma concreta cómo debe desenvolverse el creyente en la comunidad como hombre o mujer del Espíritu. El Evangelio de Jesucristo no es un mero sistema de ideas, sino un poder que ha de manifestarse en la vida real. El pastor David Jang recalca repetidamente que “la verdad no permanece en la mente; cuando se materializa en la vida, es cuando transforma a las personas y sana a la comunidad”.
En Gálatas 6:1, Pablo aconseja: “Hermanos, aun si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales restauradle con espíritu de mansedumbre; considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado”. Pablo emplea la expresión “vosotros que sois espirituales” para estimular pastoralmente a los gálatas y, a la vez, para que se examinen. Entre ellos había quienes, atrapados en el legalismo, se apresuraban a juzgar al prójimo. Pablo, no obstante, pide que se corrija al que ha pecado con un espíritu de mansedumbre. Se trata, en términos extremos, de “no condenar, sino conducir al pecador al perdón y a la restauración”. No es un cheque en blanco para el pecado, sino una invitación a acompañar al pecador hasta su sanidad, recordando el espíritu de la cruz.
Pablo añade: “Ten cuidado de ti mismo, no sea que tú también seas tentado”. Es decir, no estamos exentos del pecado; hoy puede pecar esa persona, pero mañana puedo caer yo. 1 Corintios 10:12 enfatiza: “El que piensa estar firme, mire que no caiga”. Esto refleja la conciencia bíblica de la debilidad humana. Si vemos el pecado de otro, no debemos enorgullecernos pensando “Yo no soy así”, porque todos podemos tropezar. Esto nos llama a la humildad y a la ayuda mutua, con un espíritu de mansedumbre.
En Gálatas 6:2, Pablo concluye con la célebre frase: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo”. Esta es la esencia del Evangelio y un reflejo de la “actitud vicaria” que Jesús mostró en la cruz. Mientras el legalista se dedica a señalar el pecado y a tirar piedras, Jesús, en Juan 8, desafía a los que acusaban a la mujer adúltera con estas palabras: “El que de vosotros esté sin pecado, arroje la primera piedra contra ella”. Nadie se atrevió a lanzar la piedra, pues todos eran pecadores. En otras palabras, un pecador no puede juzgar a otro pecador. Jesús termina diciéndole a la mujer: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”. Aquí contemplamos cómo el Señor pasa de la condenación a la expiación.
La orden “Sobrellevad los unos las cargas de los otros” exhorta a la comunidad a asumir y compartir las debilidades y faltas ajenas como si fuesen propias. Esto es lo que Pablo llama “la ley de Cristo”. En contraste con la reacción legalista de “Has pecado, mereces castigo”, el hombre de Cristo dice: “Yo cargaré contigo; caminemos juntos”. Del mismo modo que Jesús soportó en la cruz el pecado y el dolor de la humanidad entera, también nosotros hemos de esmerarnos por sobrellevar el sufrimiento y la fragilidad de los demás. De esta manera la Iglesia se hace verdaderamente “Iglesia”. El pastor David Jang enseña que, ante un conflicto eclesial, todo se resuelve cuando vuelve a emerger el amor de Cristo, ese amor que lleva las cargas del prójimo. Las divisiones se originan con la queja de que “mi carga es más pesada”, “¿por qué no puedes ni con lo tuyo?” y la falta de compasión mutua. El Evangelio, por el contrario, se dirige en sentido opuesto: “Cargaré con tu peso. Tú también ayúdame a llevar el mío. Caminemos unidos”. Ese es el secreto para revitalizar la comunidad.
En Gálatas 6:3, Pablo prosigue: “Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña”. Es una reprensión a la soberbia de quien presume de haber “alcanzado” una supuesta perfección, basándose en el cumplimiento de la Ley o un mérito personal. En realidad, sin la gracia de Dios no somos nada, somos pecadores redimidos gratuitamente. Pero a veces caemos en la tentación de autoexaltarnos. Pablo continúa: “Así que cada uno someta a prueba su propia obra, y entonces tendrá motivo de gloriarse solo respecto de sí mismo, y no en otro” (6:4). Esto significa que, en lugar de mirar con ojo crítico la vida de los demás, primero hemos de revisar nuestro estado espiritual y nuestra fe.
Además, Pablo escribe: “Porque cada uno llevará su propia carga” (6:5). Por una parte, hemos de llevar las cargas de los demás; por otra, cada uno deberá rendir cuentas ante Dios por su propia vida. Delante del trono divino no vale jactarse de que “era mejor que otros”. La única cuestión decisiva es “¿Quién eres ante mí? ¿Cómo viviste tu relación conmigo?”. Esta idea domina todo el Nuevo Testamento y sustenta la vida piadosa del creyente.
Las instrucciones de Gálatas 6:1-5 no se limitan a la conducta individual, sino que se aplican a toda la comunidad eclesial. Cuando se generaliza la disposición de llevar las cargas unos de otros y de corregir con mansedumbre, mientras cada uno examina su propia debilidad, la Iglesia crece saludablemente. El fruto del Espíritu se hace más visible y hermoso cuando un pecador se arrepiente y vuelve al Señor, y la comunidad lo abraza celebrándolo. Pablo ya había dicho en Gálatas 5:26: “No nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros”. En el mismo sentido, Gálatas 6 señala la actitud que debe regir en la comunidad del Evangelio. De nuevo, subraya cuán dañinos son el orgullo y la envidia, y presenta la alternativa de “sobrellevar las cargas del prójimo”.
Igual que la soberbia de Adán y la envidia de Caín dieron origen a la historia del pecado en la humanidad, también en la Iglesia el orgullo y la envidia provocan división y destrucción. ¿Cuál es la solución? Gálatas 5 nos orienta hacia la respuesta: el fruto del Espíritu. Si el amor, el gozo y la paz cimentan la comunidad, y se cultivan la paciencia, la misericordia, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio propio, florece una comunidad que sabe cobijar y edificar a los hermanos. Cuando alguien peca, en lugar de expulsarlo o juzgarlo, se lo restaura con mansedumbre. Si yo caigo, sé que mis hermanos me sostendrán. Así debe ser la Iglesia de quienes “viven en el Espíritu y andan en el Espíritu”.
El pastor David Jang lo expresa así: “La esencia del Evangelio es el amor que da vida mutuamente en la comunidad eclesial”. El camino de la cruz se describe de esta forma, y la Iglesia primitiva lo ejemplifica. En los primeros capítulos de Hechos, los creyentes tenían en común todas las cosas y repartían según la necesidad, viviendo unidos. Cuando la codicia o el egoísmo se infiltraban, surgían problemas; pero los apóstoles, por medio de la Palabra y la oración, procuraban sostener la comunión y el orden basado en el amor mutuo. Así, la Iglesia continuó extendiéndose y creciendo.
En conclusión, la enseñanza de Pablo en Gálatas 5:22 hasta el capítulo 6 nos marca un rumbo firme:
- El fruto del Espíritu comienza en el amor y culmina en el dominio propio, produciendo un proceso hermoso de cambio interno y externo.
- Hemos de disfrutar del amor, el gozo y la paz, cuidándonos de no recaer en la esclavitud de la soberbia o la envidia.
- Si alguien peca o está en debilidad, en vez de condenarlo con un legalismo implacable, hemos de buscar su restauración con mansedumbre y llevar sus cargas, edificando así una comunidad conforme al Evangelio. Esta es la “ley de Cristo” y la manifestación de su poder.
Una de las razones por las que la Iglesia actual sufre críticas del mundo es la tendencia a caer en un “legalismo condenatorio”, que causa heridas y divisiones. Pero una Iglesia llena del fruto del Espíritu sabrá afrontar el “¿cómo reparar y sanar el pecado en medio de nosotros?” siguiendo el camino de Jesús. El camino de Jesús implica orar por mi propio pecado y también por el del hermano, procurando juntos la restauración. “Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gál 6:2) es un mandato que expresa el espíritu de la cruz. Y este aspecto ha sido una de las grandes insistencias del pastor David Jang.
No somos perfectos. Necesitamos cada día la ayuda del Espíritu y el perdón que proviene de la cruz. Mientras recordemos esta verdad, en lugar de juzgarnos unos a otros, podremos decir: “Hermano, hermana, llevaré tu carga junto a ti; te ruego que me ayudes también con la mía. Caminemos juntos”. Así, la Iglesia deja de ser un campo de lucha para convertirse en un espacio de sanidad y restauración, inundado de gracia y paz. A la luz de Gálatas, esta es la clave para experimentar el poder del Evangelio y practicar un amor que el mundo no puede replicar. Es la preciosa lección que Pablo dejó no solo a los gálatas, sino a los creyentes de todas las épocas.
En definitiva, el fruto del Espíritu brilla con mayor intensidad cuando se manifiesta en la vida en comunidad. El amor no es algo abstracto, sino una fuerza que impulsa acciones concretas; de él brotan el gozo y la paz. En el marco de esa vida comunitaria, la paciencia, la misericordia, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio propio florecen de forma palpable. Al abandonar la soberbia y la envidia para seguir de verdad “el camino de la cruz”, las heridas y los conflictos eclesiales encuentran solución a través de “llevar las cargas los unos de los otros”. Cuando el lenguaje de la condena se cambia por palabras de aliento y restauración, el Espíritu Santo toca uno a uno los corazones y edifica la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo.
Tal como recalca en repetidas ocasiones el pastor David Jang en su comentario de Gálatas, si nos aferramos realmente al Evangelio y llegamos a ser hombres y mujeres del Espíritu, el odio y la división que provoca el legalismo quedan fuera. En su lugar, resuena la confesión cristiana: “Yo llevaré tu carga; ayúdame tú también a llevar la mía”. Ese escenario es la realización del Reino de Dios en la tierra. Así, los “frutos del Espíritu” y la “ley de Cristo” descritos por Pablo en Gálatas no constituyen meros signos de piedad individual, sino una fuerza que sana a la Iglesia y transforma el mundo. Esta es la vida que Dios esperaba de los creyentes en Galacia y que hoy, asimismo, reclama de nosotros.
Esperamos, entonces, que el fruto del Espíritu se haga tangible en la Iglesia, la comunidad de fe. Que el amor se traduzca en acciones, que del amor surja el gozo y la paz, y que en el corazón de la comunidad florezcan la paciencia, la misericordia, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio propio. Al desechar el orgullo y la envidia para abrazar con sinceridad “el camino de la cruz”, la Iglesia deja abiertas las puertas a la reconciliación: es posible resolver heridas y contiendas mediante el mandato de “llevar las cargas mutuamente”. Cuando las palabras de juicio ceden lugar a las de ánimo y restauración, el Espíritu obra en cada corazón, edificando con solidez el Cuerpo de Cristo.
Siguiendo la insistente enseñanza del pastor David Jang al reflexionar sobre Gálatas, si de verdad acogemos el Evangelio y vivimos como personas del Espíritu, el legalismo con su división y enemistad no hallará lugar. En su lugar, se oirá la invitación: “Cargaré contigo; por favor, ayúdame a cargar con lo mío”. Allí está la presencia concreta del Reino de Dios. Así, aquello que Pablo proclama en Gálatas sobre “el fruto del Espíritu” y “la ley de Cristo” no se reduce a la expresión de una fe individualizada, sino que actúa como el poder sanador que transforma la Iglesia y el mundo. Y ese es el estilo de vida que, tanto para los creyentes de Galacia como para los de hoy, Dios nos llama a encarnar.