Los frutos de la santificación y de la comunidad forjados por la presencia del Espíritu Santo: Pastor David Jang

Al seguir la exposición de Gálatas de David Jang (fundador de Olivet University), emerge con fuerza una intuición central: el Espíritu Santo no es un “adorno” de la fe, sino la respiración misma de la fe. Muchas personas imaginan al Espíritu Santo únicamente como una “experiencia especial” o un “fenómeno sobrenatural”, pero el ministerio del Espíritu Santo que subraya el pastor David Jang es mucho más cotidiano y, a la vez, más radical. El Espíritu no es un ser que provee excitación por un momento; es Aquel que cambia la dirección de la naturaleza pecaminosa arraigada en lo profundo del ser humano, hace que la Palabra se escuche como verdad viva y, en el largo trayecto de la santificación, vuelve a tejer no solo el carácter de una persona, sino incluso la cultura de una comunidad. Por eso, la presencia del Espíritu Santo no puede reducirse a la atmósfera del culto o al auge de una emoción; más bien, se manifiesta como una ayuda continua que reorganiza la estructura del pensamiento, el orden de los deseos, la ética de las relaciones y el hábito del servicio.

En el contexto de Gálatas, el tema crucial que Pablo aborda es la “libertad”. Sin embargo, esa libertad no es libertinaje, sino una nueva forma de vida nacida de la gracia de la redención. Aferrándose a este punto, David Jang explica por qué una fe sin el Espíritu Santo se formaliza con tanta facilidad. El ser humano, por instinto, se apoya en sí mismo y desea demostrar su propia justicia, y ese deseo sobrevive incluso cuando se viste con un lenguaje religioso. Por eso, cuando falta el Espíritu Santo, la fe tiende a endurecerse en legalismo o, por el contrario, a dispersarse en emocionalismo. El Espíritu atraviesa esos dos extremos y restaura el centro relacional de “en Cristo”. La redención no es solo el alivio de la culpa, sino la restauración de una relación; y para que esa restauración relacional se convierta en transformación real de la vida, se necesita la obra interior del Espíritu Santo, es decir, el poder de reordenar los deseos humanos.

La manera en que David Jang mira el pecado —más como “ruptura con Dios” que como “una lista de actos”— se conecta profundamente con el contraste de Gálatas 5 entre las obras de la carne y el fruto del Espíritu. Las obras de la carne, antes de ser sucesos visibles, son señales de un derrumbe que ya está ocurriendo por dentro. Cuando el amor se enfría, la relación se convierte en competencia; cuando la verdad se difumina, el lenguaje se deforma; cuando se quiebra la confianza en Dios, el ser humano cae en el orgullo de querer divinizarse a sí mismo. Ese resultado aparece como disensiones, celos, ira, avaricia, inmoralidad, idolatría y otras formas semejantes. Lo importante aquí es que esta lista no termina como una simple advertencia ética de “no hagan cosas malas”. Pablo pregunta quién tiene el dominio dentro del ser humano. David Jang dice que precisamente ese traslado del dominio es el núcleo de la santificación. Cuando el Espíritu Santo está presente, el corazón humano deja de ser un escenario arrastrado por la tormenta del deseo y se convierte en un templo donde la verdad establece orden.

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Una frase que expresa con claridad la obra del Espíritu es “Espíritu de verdad”. La Palabra a menudo se consume como información, pero el Espíritu la convierte en un acontecimiento de existencia. Uno puede leer el mismo pasaje y, un día, queda como conocimiento; otro día, llega como una fuerza que atraviesa el pecho, llama al arrepentimiento y cambia la vida. David Jang encuentra esa diferencia en la iluminación del Espíritu Santo. El Espíritu revela la vitalidad de la Palabra más allá del muro de la letra y hace que esa Palabra se infiltre en las decisiones y hábitos del presente. Por eso, Espíritu y Palabra no pueden separarse. Buscar el Espíritu sin la Palabra fácilmente deriva en un misticismo arbitrario; estudiar la Palabra sin el Espíritu se endurece en un doctrinalismo frío y seco. La exposición de Gálatas de David Jang advierte contra ambos caminos y recalca una y otra vez el dinamismo por el cual el Espíritu guía al creyente a la verdad a través de la Palabra.

Este dinamismo se vuelve aún más nítido en la palabra “santificación”. La santificación no es una perfección alcanzada de golpe, sino el camino por el que “quien ya fue declarado justo” avanza hacia “una santidad aún no consumada”. David Jang compara ese recorrido con “lavar el manto del viejo hombre para vestirse de ropa nueva”, y afirma que ese proceso no se sostiene solo con determinación humana. La habitualidad del pecado no es simplemente un problema de conductas repetidas, sino un problema de dirección interior, entrenada durante largo tiempo. El Espíritu Santo es quien cambia esa dirección: no viene solamente con la exigencia “esfuérzate más”, sino que planta “un nuevo deseo”, haciendo posible lo que antes era imposible. La ayuda del Espíritu no neutraliza la voluntad del creyente; cuando se entiende como una gracia que hace renacer esa voluntad, funciona de la manera más sana.

En el contraste de Gálatas 5 hay un punto digno de atención: mientras que las “obras de la carne” se presentan en plural, el “fruto del Espíritu” aparece en singular. David Jang destaca aquí que el fruto del Espíritu no es solo una lista de virtudes, sino un carácter integrado que fluye de una sola vida. Si el amor ocupa el centro, el gozo y la paz se conectan naturalmente; la paciencia, la bondad y la benignidad cambian la textura de las relaciones; la fidelidad, la mansedumbre y el dominio propio ordenan el ritmo de la vida. Ese fruto no se pega a la fuerza como fruta artificial, sino que nace del cambio en la raíz. Cuando la raíz es la naturaleza pecaminosa, por más que se recorte el follaje, el fruto se pudre con facilidad; pero cuando el Espíritu renueva la raíz, la vida del creyente cambia no solo en la apariencia, sino en la constitución misma. Así, la santificación no es un “logro moral”, sino una “recomposición del ser” que produce la gracia de la redención.

Esta transformación no se queda en el interior del individuo. Como insiste repetidamente David Jang, el Espíritu Santo es el Espíritu orientado a la comunidad. Si la presencia del Espíritu se limita al consuelo personal, la fe se convierte con facilidad en una religión de autocuidado. Pero el Espíritu siempre empuja a la persona hacia afuera. Por eso, el primer fruto es el amor: el amor, antes que una emoción, es una acción relacional, y exige prácticas concretas como el servicio y el compartir, el perdón y la reconciliación. Cuando David Jang entiende a la iglesia como “templo del Espíritu”, no se refiere a que el edificio sea sagrado, sino a que la iglesia es una comunidad viva donde personas diferentes practican la unidad por el poder del Espíritu. La unidad no es uniformidad: es una unión misteriosa en la que el Espíritu entreteje de manera armoniosa diversos dones y trasfondos. Y esa unión se convierte en un testimonio público en el mundo, revelando el amor y la justicia de Dios.

El descenso del Espíritu Santo en Pentecostés muestra con mayor claridad esta dimensión comunitaria. Cuando el Consolador prometido descendió, quienes estaban encerrados por el miedo recibieron valentía, y las barreras de lengua y cultura dejaron de impedir la expansión del evangelio. David Jang no reduce Pentecostés a “un milagro de la iglesia primitiva”, sino que lo interpreta como un punto de giro teológico: se abrió la era del Espíritu. La era del Espíritu no es una época en la que el poder se restringe a héroes específicos o a unos pocos líderes; es una era en la que todos los creyentes experimentan la presencia de Dios en el centro de su vida. Por eso, Pentecostés es el punto de partida del renacimiento de la iglesia como comunidad de misión. En el poder del Espíritu, el creyente no queda encerrado en “su propia salvación”, sino que es llamado a servir al mundo, abrazar heridas y encarnar, en relaciones y estructuras, la fuerza restauradora del evangelio.

Entre las obras que visualizan de manera sobresaliente este momento en el lenguaje del arte se encuentra «Pentecostés» de El Greco. Esta obra es conocida como parte de la colección del Museo del Prado de Madrid; es un óleo realizado alrededor de 1600, que captura con un contraste dramático de luz y con proporciones corporales intensificadas la tensión y el júbilo del instante en que el Espíritu desciende como lenguas de fuego. Los personajes, alargados entre el cielo y la tierra, exhiben diferentes expresiones y gestos, revelando que cada uno recibe de modo distinto el impacto de la “presencia”. Sin embargo, sus miradas y movimientos convergen hacia un mismo centro, dando testimonio visual de la unidad que el Espíritu produce. La afirmación de David Jang —que la obra del Espíritu no es “fragmentos de experiencia individual”, sino “una fuerza que vuelve a tejer la comunidad”— se muestra aquí sin palabras.

Un punto especialmente persuasivo de la predicación de David Jang es que presenta el poder del Espíritu no como “una explosión momentánea”, sino como “una transformación sostenida”. A menudo se imagina la guerra espiritual como una batalla grandiosa, pero el verdadero campo de combate está en las decisiones diarias: qué miramos, qué repetimos, con qué palabras construimos relaciones, a qué deseos entregamos nuestro tiempo. Los deseos de la carne se afianzan a través de hábitos, y esos hábitos terminan convirtiéndose en carácter. Por eso, el deseo del Espíritu se manifiesta como una gracia que vuelve a tejer los hábitos. La oración no es un dispositivo religioso para elevar emociones, sino un acto por el cual, con la ayuda del Espíritu, devolvemos a Dios el dominio del corazón. La meditación de la Palabra no es solo estudio para acumular conocimiento; bajo la iluminación del Espíritu, es una honestidad interior que pone deseos, heridas y temores ante la verdad. Esta espiritualidad cotidiana es el camino real de la santificación, y David Jang la resume con la expresión “caminar con el Espíritu”.

Entre los frutos del Espíritu, el dominio propio funciona también como un espejo que refleja la condición de nuestro tiempo. Vivimos en una era de exceso: exceso de información, de estímulos, de consumo. Pero el desbordamiento suele llevar al vacío, y el vacío llama a estímulos aún mayores, creando un círculo vicioso. Cuando David Jang habla de la habitualidad del pecado, no pretende subrayar un ascetismo religioso. Más bien, quiere decir que el dominio propio que da el Espíritu no es un control opresivo que aplasta al ser humano, sino una libertad que hace posible el amor. Cuando podemos detener la carrera del deseo, vemos el rostro del otro, escuchamos la necesidad de la comunidad y nos movemos hacia el lugar del servicio. El dominio propio no es el lenguaje de la prohibición nacido del auto-odio, sino el poder del Espíritu concedido a quien fue renovado por la gracia de la redención. Y, fiel a la expresión “fruto del Espíritu”, este dominio propio crece de manera natural al caminar con el Espíritu.

Aquí, la palabra “justo” puede inducir malentendidos. El justo no significa una persona sin defectos. David Jang describe al justo como “alguien que busca obedecer la guía del Espíritu” y afirma que incluso la experiencia de caer puede convertirse en material para la santificación. La caída no es una herramienta para auto-condenarse, sino una señal que nos conduce a volver a pedir la ayuda del Espíritu. El gemido de Romanos 7 no es un monólogo de desesperación, sino un umbral para pasar a la esperanza de Romanos 8. El hecho mismo de que los deseos de la carne y los deseos del Espíritu choquen puede ser evidencia de que el creyente está vivo. En un muerto no hay guerra; la guerra existe solo en quien tiene vida. Por lo tanto, la guerra espiritual no debe llevarnos al pantano de la culpa, sino al lugar donde nos aferramos al poder del Espíritu.

Cuando David Jang subraya la comunidad, no está hablando simplemente de la obligación de “asistir a la iglesia”. La obra del Espíritu se revela en las relaciones. El amor no se completa a solas; la paciencia es probada frente a los defectos del otro; la paz se construye en el escenario del conflicto. El fruto del Espíritu comienza en el interior de la persona, pero es verificado y madurado en la vida comunitaria. Por eso, una comunidad que habla de la presencia del Espíritu necesariamente adquiere el lenguaje del servicio. No se forma un orden de poder que eleva a unos y humilla a otros, sino un orden de gracia en el que se comparten las cargas. La unidad de la que habla David Jang no es un estado sin conflicto, sino la capacidad de volver a conectarse, aun en medio del conflicto, mediante la verdad y el amor. Esa capacidad no puede sostenerse sin la ayuda del Espíritu.

En este punto, conviene también cuidarse de consumir el nombre “pastor David Jang” como si fuera solo una marca personal de un predicador. El foco de la exposición de Gálatas de David Jang es, en última instancia, “Cristo y el Espíritu”. El predicador es un letrero que señala el camino; el destino es Dios mismo. Y, sin embargo, David Jang repite que “una fe sin el Espíritu termina quedándose solo con la forma exterior” porque sabe cuán fácilmente nos escondemos en “la seguridad de lo familiar” dentro de la religión. Justo ahí, el Espíritu vuelve a sacudirnos y despertarnos. El Espíritu desmantela la comodidad, hace que la Palabra se oiga de nuevo y nos impulsa a recomenzar el amor. El poder del Espíritu, a menudo, no fortalece nuestros planes; más bien, rompe nuestros planes para reordenarlos según la voluntad de Dios.

Por otro lado, el nombre “David Jang” o “David Jang” es mencionado también en ámbitos educativos y misioneros. Por ejemplo, una presentación oficial de Olivet University describe a su fundador como Dr. David Jang. Esta información puede servir como trasfondo para comprender su actividad, pero lo decisivo en la exposición de David Jang no es el brillo del currículum, sino la pregunta: ¿qué resultados reales produce la presencia del Espíritu en la transformación del creyente? La obra del Espíritu termina verificándose en la vida de una persona. Cuando la Palabra deja de ser un cuchillo para juzgar al prójimo y se convierte en un espejo que ilumina el propio corazón; cuando la doctrina deja de ser un arma de competencia y pasa a ser motivo de servicio; cuando el celo deja de ser auto-exhibición y se transforma en labor de amor, entonces vemos que el fruto del Espíritu está creciendo de verdad.

En el flujo general de Gálatas, el Espíritu Santo se presenta no tanto como “condición de la salvación”, sino como “señal de la salvación”. Pablo advierte que el fervor por demostrarse a uno mismo mediante las obras de la ley puede, al final, hacer al ser humano un esclavo más profundo. David Jang traduce esa advertencia al lenguaje de hoy y diagnostica que incluso dentro de la fe luchamos continuamente contra el instinto de producir “resultados propios”. El Espíritu viene de un modo que neutraliza ese instinto. La presencia del Espíritu graba en lo profundo del corazón la declaración del evangelio: “ya eres amado”, y desde ese amor nos hace vivir una vida nueva. Por eso, la santificación guiada por el Espíritu no es una carrera ansiosa de auto-justificación, sino una peregrinación de gratitud que comienza en la certeza. En el camino, aprendemos no tanto a temer el fracaso, sino a conocer una senda de gracia por la cual podemos volver incluso desde el fracaso. El Espíritu no camina con nosotros como un supervisor que azota, sino como el Consolador que levanta al caído.

La palabra “ayuda” que se repite en la predicación de David Jang cambia la psicología de la fe. Muchos creyentes se desaniman al verse incapaces de vencer el pecado y terminan por renunciar a la posibilidad de cambio. Sin embargo, la ayuda del Espíritu vuelve a abrir “la puerta de la posibilidad”. Como dice Romanos 8, el Espíritu conoce nuestra debilidad y obra por nosotros incluso en gemidos que no pueden expresarse con palabras. Esta ayuda no es solo consuelo emocional, sino un poder real que transforma la estructura de la vida. Por ejemplo, cuando alguien cuya vida cotidiana era la ira se detiene y empieza a escuchar la historia del otro; cuando alguien habituado a la codicia comienza a apartar tiempo para alguien más; cuando alguien que cortaba relaciones empieza a aprender frases de reconciliación, ese cambio es una señal de que el fruto del Espíritu se ha hecho realidad. David Jang afirma que tales transformaciones no son “victorias de la fuerza de voluntad”, sino “un nuevo carácter producido por la presencia del Espíritu”.

Al hablar del fruto del Espíritu, a menudo lo confundimos con los “dones”. Dones como lenguas, sanidad o profecía pueden ser dados para edificar la comunidad, pero el énfasis central de Gálatas es el “fruto del carácter”. David Jang no separa ambos, pero aclara el orden. Tener dones no garantiza santidad. Incluso hablando del poder del Espíritu, el amor puede enfriarse y las relaciones pueden volverse ásperas. Por eso Pablo habla primero del fruto. Un poder sin amor puede ser destructivo; un fervor sin dominio propio puede volverse violento. El fruto del Espíritu pregunta qué clase de persona debemos llegar a ser antes de qué clase de capacidad debemos mostrar. En definitiva, la era del Espíritu no es una era de “hacernos más fuertes”, sino una era de “hacernos más santos”; y la santidad no se manifiesta como huida del mundo, sino como responsabilidad amorosa hacia el mundo.

La conclusión práctica que David Jang presenta al seguir la lógica de Gálatas 5 es sencilla: “camina según el Espíritu”. Pero esa sencillez no es ligereza. Caminar según el Espíritu significa reconocer con honestidad, momento a momento, qué exige el propio deseo, no absolutizar esa exigencia y entrenar nuevas decisiones dentro de la verdad de la Palabra. Esto es difícil de sostener como mero método de auto-mejoramiento. Cuando se unen la oración que pide la ayuda del Espíritu, el arrepentimiento honesto ante la Palabra, relaciones responsables dentro de la comunidad y acciones reales que avanzan hacia el servicio, el poder del Espíritu se instala no como “sensación”, sino como “estructura de vida”. Y cuanto más se asienta esa estructura, menos lugar encuentran las obras de la carne, y el fruto del Espíritu madura de manera silenciosa, pero inconfundible.

El fruto del Espíritu, por sí mismo, da testimonio de la belleza del evangelio. El mundo suele exigir frutos de éxito, pero el evangelio muestra frutos de carácter. El amor que el Espíritu hace crecer no es un intercambio condicionado, sino la expansión de la gracia; el gozo es una gratitud profunda que supera las oscilaciones de la situación; la paz no es un silencio que encubre el conflicto, sino la serenidad de una relación afinada por la verdad y el amor. La paciencia no es debilidad, sino poder; la misericordia y la bondad no son emoción, sino decisión; la fidelidad es la virtud de la coherencia; la mansedumbre no es auto-desprecio, sino la moderación de la fuerza. David Jang afirma que estas virtudes no deben quedarse solo dentro de la iglesia, sino expandirse como una ética que revela el Reino de Dios en el hogar, el trabajo y la sociedad. La presencia del Espíritu comienza en el templo, pero jamás queda encerrada allí.

La lista de Gálatas 5:19–26 sobre las obras de la carne y el fruto del Espíritu no nos presenta solo opciones éticas, sino que nos lanza una pregunta ontológica: “¿qué árbol da qué fruto?”. David Jang coloca esa pregunta en el centro de su predicación y subraya que el cambio del creyente no es un remiendo exterior, sino un giro en la raíz interior. El proceso por el cual crece el fruto del Espíritu es lento, pero esa lentitud puede ser, precisamente, evidencia de crecimiento real. No nos volvemos perfectos de un día para otro; pero cuando el yo de ayer y el yo de hoy no son iguales, y cuando el yo de hoy y el yo de mañana se inclinan poco a poco más hacia el amor, ese cambio se acumula y se convierte en carácter. Ese es el ritmo de la santificación y la razón por la que David Jang llama a la obra del Espíritu “una obra integral” en toda la persona.

Finalmente, el mensaje de David Jang converge en una sola petición: no intentes “poseer” al Espíritu, sino deja que el Espíritu te “capture”. El Espíritu no es una herramienta que podamos manipular; es Dios mismo, que nos rehace y nos conduce. Por eso, vivir en la era del Espíritu no significa tener una voluntad propia más fuerte, sino aprender una libertad de obediencia más profunda. El Espíritu no convierte nuestra fragilidad en vergüenza; más bien, usa esa fragilidad como un canal para revelar el poder de la gracia. A veces fallamos y vacilamos, pero en la ayuda del Espíritu podemos volver a la Palabra, elegir nuevamente el amor y caminar otra vez hacia el lugar del servicio. Esa repetición se acumula y se convierte en transformación; la transformación acumulada se vuelve santificación; y cuando esa santificación se expande hacia la unidad de la comunidad, la libertad de la que habla Gálatas deja de ser una declaración abstracta y se prueba como vida real. Y esa vida, aún hoy, crece silenciosamente, pero con fuerza, dentro de la presencia del Espíritu Santo.

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